El darrer conte escrit per
Marcos Eguiguren, El coro, publicat al seu blog Para que leas en el metro, m’ha omplert d’intranquil·litat i m’ha recordat, per la inquietud i per la tragèdia expressada, al quadre de Rubens Saturn devorant al seu fill, pintat el 1636. Marcos Eguiguren és un escriptor que domina l’art de les intrigues i de la tensió argumental com ens va mostrar a la tràgica mort de Xavier Estanyol, personatge de la seva gran novel·la La noche de los cuchillos (Stonberg Editorial 2012).
Per aquells que vulgueu una dosi de desassossec us convidem a llegir el darrer conte de Marcos Eguiguren:
EL CORO (THE CHOIR)
El suave sol de primavera calentaba las blancas paredes de la iglesia del pequeño pueblo costero. Esa calidez gentil propia de mediados de mayo y que precede al sofocante verano levantaba los ánimos de los convidados al bautizo de los primeros gemelos nacidos en la villa. Las risas y el vocerío constituían el típico prolegómeno de una ceremonia festiva en la que familiares y vecinos se mezclaban sin concierto esperando en realidad el momento de la merienda que constituía la verdadera finalidad de la tarde.
Repicaron las campanas indicando el momento de entrar en el templo y los invitados, luciendo sus mejores galas y todavía con la sonrisa en la boca, fueron entrando en la nave y ocupando sus asientos. Poco a poco el sol que se colaba por los vitrales fue reduciendo su intensidad como si alguien en el lejano cielo hubiera disminuido la luminosidad del astro rey o como si de repente los vitrales se hubieran transformado en cristales opacos que solo dejaban pasar una luz mortecina y amarillenta. Padres y padrinos, sosteniendo a los dos bebés se situaron al pie del altar rodeando la pila bautismal. De la puerta abierta de la sacristía situada a la izquierda del altar surgía una luz lechosa y tenue que indicaba la próxima aparición del sacerdote.
Una cierta inquietud rodeaba a los asistentes. Las sonrisas y murmullos que les habían acompañado durante la desordenada entrada en la iglesia y hasta ocupar sus asientos habían ido desapareciendo y se habían tornado en semblantes serios y miradas hipnotizadas, tal vez provocadas por la gélida humedad que se había ido apoderando del ambiente y que parecía haber afectado también a las paredes del templo, otrora blancas, y que en cuestión de minutos se habían llenado de manchas negruzcas y habían adquirido un sucio color grisáceo que alimentaba la sensación de frio y desazón.
En el momento en que la sombra del sacerdote asomó por la puerta de la sacristía espectrales cánticos se elevaron del vacío coro como si este estuviera ocupado por decenas de monjes inexistentes. Los invitados, como en estado de trance, asistían inermes a aquel pavoroso espectáculo. Tan solo una anciana que parecía mantener algo de su cordura se había acercado a los portones en la vana intención de abrirlos y dejar entrar de nuevo el sol y el calor del mundo real. El inútil esfuerzo la dejo exhausta y pareció haber truncado su voluntad haciéndola regresar a su asiento con expresión perdida.
Por fin un hombre alto y enjuto de rostro afilado y cabello escaso y ralo apareció ante la pila bautismal envuelto en una sotana totalmente negra y portando entre sus manos un extraño misal de tapas rojas. Las fantasmagóricas voces que provenían de las sillerías vacías del coro elevaron el volumen de sus cánticos, cada vez más guturales, cada vez más estremecedores. Tan solo los gemelos parecían ajenos a lo que ocurría mostrándose extrañamente tranquilos y relajados.
El sacerdote abrió su misal y empezó a pronunciar una interminable letanía con una voz autoritaria y profunda y en un idioma que parecía una versión arcaica del latín. Los cánticos de fondo del inexistente coro continuaban ejerciendo su hipnótica influencia y los padres, padrinos y todos los invitados mostraban un estado catatónico y perdido, incapaces de realizar el menor movimiento, con los rostros encerrados en una expresión entre crispada y lóbrega, tal vez debido a la fría humedad que calaba los huesos de los parroquianos, tal vez debido a la inusual oscuridad o a los sonidos de apariencia humana que emanaban del coro. Los ojos profundos del sacerdote fueron adoptando un tono rojizo hasta que se convirtieron en ascuas colgadas de su rostro alargado y desafiante. El tono de su letanía fue haciéndose más y más profundo hasta que el clérigo se sumió en un profundo silencio y, siempre acompañado por los cánticos semi humanos del inexistente coro, roció las frentes de los bebés con una agua rojiza y espesa para posteriormente hacerles la señal de la cruz en aspa con su dedo pulgar coronado por una uña larga y afilada en la parte posterior del tierno cráneo de los gemelos.
Tras unos instantes que parecieron eternos los cánticos del coro se fueron desvaneciendo y las puertas del templo se abrieron como por encanto. El sacerdote pronunció las conocidas palabras, “podéis ir en paz” y la luz apareció de nuevo alumbrando la tumultuosa salida de los invitados a la plaza de la iglesia, otra vez con su fachada blanca, otra vez con sus vitrales luminosos. Las risas volvieron a los rostros de padres y padrinos. Alguno de los asistentes se lamentaba de que no se hubiera permitido hacer fotografías durante la ceremonia pero a pesar de ello se felicitaban del excelente sermón del sacerdote.
Una anciana se acercó a hacerles carantoñas a los recién bautizados. Al tocarle la manita a uno de los bebés la mujer hubiera jurado que este le dedicaba una mirada maligna y una sonrisa torva, impropias para un niño de tan corta edad, impropias incluso para un adulto normal y en su sano juicio. La mujer se quedó helada y pensativa. Pero no, se dijo, eso eran tan solo cosas de la edad, y con lo hermosas que eran aquellas criaturas! … Mejor era no comentar aquellas sensaciones con nadie o todo el mundo se reiría de ella o lo achacaría a su creciente demencia senil.
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